Está ahí, sentada en el suelo entre mantas y almohadones que
pretenden protegerla. Rodeada de sus juguetes suena mientras conversa en su
peculiar idioma de monosílabos repetidos hasta el infinito. Ella sabe que estás
cerca, te mira, le miras y sigue jugando. Se siente protegida y su instinto de
mamífero en las cavernas descansa tranquilo. Su respiración ritmada, algo de
tos, la campanita del juguete, el papel celofán de las alas del dragón,… son la
música de fondo.
Entre mirada y mirada te
entretienes leyendo un poco. Hace mucho que no sientes esa magia de dejarte
llevar por la lectura. La constante atención exterior inhibe el chapuzón
interior. No importa, sigues tratando de leer. De pronto, te sorprendes a ti
misma emocionándote con la lectura y, como señal de alarma tu mente te avisa del
silencio. Alertada vuelcas la mirada buscando a tu retoño. Los silencios
asustan… pero esta vez no. Esta vez te la encuentras a cuatro patas,
concentrada en cada músculo de su cuerpo, la ves temblar de esfuerzo luchando
por mantenerse recta.
Siente tu mirada y sonríe, pero no te mira. Si abandona
el punto fijado en el infinito se desplomará como un castillo de naipes. Grita
de esfuerzo y de placer antes de aunar fuerzas y atención para tratar de
desplazarse. De repente se mueve. El dragón se siente gato y mueve ese cuerpito
con inmenso esfuerzo. ¡Oh! –exclaman sus ojos- no sabe porqué se mueve hacia
atrás. Se sorprende (y se entusiasma) al descubrirse a sí misma en movimiento. Ruge al no entender
porqué cada vez está más lejos de su objetivo. El enfado le hace perder la
fuerza y el pañal le pesa demasiado. Deja caer la cola y en vez de gato parece
lagarto que se arrastra (también hacia atrás) libre y alegre. Solo cuando hace tope con una pared
pide ayuda para volverse a sentar allá, entre las mantas y almohadones que ya
poco le pueden proteger.
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