Era medianoche y la txikin se despertó de golpe. Preguntó
por su padre a quién hace ya diez días que no veía y, sin duda, extrañaba como
nunca antes había extrañado a alguien en su vida.
-¿Cuándo vuelve?
-Dentro de un mes –respondí con la misma tristeza que ella.
-¿y si vamos a buscarle?
Había demasiada ilusión en esa petición y me costaba no
contagiarme. Pero tenía mis dudas, mis miedos. Le hablé de Buenos Aires y le
expliqué que no me parecía un lugar para una niña tan txikita acostumbrada al
monte y al silencio. Sophia me miró segura:
-Acuérdate que soy un dragón –me dijo con los ojos
brillosos.- Nada habrá en la ciudad que no pueda combatir. Antes de nacer ya he
lidiado con mayores aventuras que esa- Si no hubiese perdido las alas en el
parto, estoy segura que hubiese aleteado.
Su valentía me llenó de orgullo materno, pero, será ese
espíritu de protección que me hizo volver a insistir. Le hablé del temeroso 60
y sus eructos de CO2 “son miles de bondys sueltos en manadas, que se cuelan por
todas las esquinas”; le conté del laberinto prohibido de Microcentro, allá
donde la gente linda pierde la sonrisa; le advertí que no habría paseos a
cualquier hora ni podríamos sentarnos en el suelo cuando quisiésemos. Que los
humos habían robado las estrellas y que los pájaros ya no cantaban en las
ventanas.
-No hay tierra, hay cemento -Lur tembló y los árboles de fuera susurraron sorprendidos,
no podían imaginarlo. Pensé que la había disuadido, que asustada se resignaría
a esperar el regreso a casa de su aitatxu.
-¿Y esa gente de la que siempre habláis y que yo quiero
conocer?
Me encogí de hombros, eran muchas las emociones en juego.
-La batalla que seguro no se gana es la que no se da.
El convencimiento y la seguridad estaban instalados en sus
ojos. Sonrió y sabiendo que me había convencido volvió a dormise tranquila.
Había que descansar, el viaje sería largo y era necesario prepararse para hacer
frente a las emociones y aventuras que se aproximaban.
Estamos en camino, nos vamos a Capital.