jueves, 5 de mayo de 2011

Demasiada Calma

Ni bien me bajo del tren me doy cuenta. Son las 11:45 de la mañana y estoy en pleno centro. La villa se empotra contra la ciudad, la gente corre por las veredas demasiado estrechas  y los semáforos parecen no terminar nunca. Incluso juraría que hoy hay menos tráfico. Ese es el primer indicio.
Cruzo el parque hacia el río. Una mujer de mas o menos mi edad hace las camas bajo un árbol. Alguien que no adivino si es su hermana o si hija lava la ropa en un viejo balde de agua. El segundo indicio viene al tener que reprocharme a mi misma que esa situación no tiene nada de poético, aunque se fotografíe con un 75.
Llego a mi destino y el tercer indicio me agarra frente al edificio de migraciones avisándome de que hoy todo me parece demasiado tranquilo, demasiado en calma.  Es la 5 vez que vengo en el último año.  Las últimas veces la sangre me hervía cuando me bajaba en la estación, he perdido el sueño las noches antes e incluso he llegado a sufrir de desajustes gastrointestinales. Ahora, frente a la puerta y casi silbando pienso “O esta todo muy bien o esta todo fatal”.
Y es que esta calma no es buena. Cualquier actor sabe que no hay que subirse al escenario tan tranquilo. ¿Porqué? Ni idea, pero la excesiva calma acompañada de una confianza inusual,  han precedido todas las grandes tragedias de mi vida.
Respiro hondo y entro en un lugar que habitualmente ensordece de tanto barullo. Aunque lleno parece tranquilo, tan tranquilo que por primera vez en 2 años no he tenido que esperar cola para entrar. Wuau!
Me toca, tengo todos los papeles bien. Todo está correcto. Estoy a punto de conseguir el trámite para un año más de residencia. “Sientese y espere un segundo”. Y el segundo se convierte en hora. Y resulta que no me puede hacer el trámite porque hay un problema con la institución donde estoy inscrita. “Vaya, no le puedo creer –me sale medio en serio medio irónica-“. “Señora (señora?) los centros tienen que cada x tiempo volver a validar el vínculo con nosotros para que sepamos que siguen funcionando. Su centro no lo ha validado. Vaya a la secretaría y avíseles.” Y me da un papel con un numero de teléfono y mientras grita “siguiente!” yo busco mi alma entre los pies de la gente.
El año pasado, en abril se me caducó la residencia, he pasado un año tratando de renovarla y puedo contar las historias más absurdas, pero sobre todo puedo asegurar, que nadie de los que está en la ventanilla de información me ha contado nunca la misma historia. He tenido falta de papeles, error de tipeo en un documento y un papel oficial que luego no era oficial.
Me vuelvo al tren temblando y de camino me cruzo con la chica que lavaba ropa. Ha extendido todas las prendas sobre la yerba y ahora escribe tumbada al sol mientras escucha música de un mp3.  Siento que he invadido el salón de la muchacha y el surrealismo explota.
De camino al trabajo paro para comprar una tortilla de acelgas. Me apoyo en un auto en mitad de un polígono industrial ciudadano y como de forma autómata. Frente a mi, una familia ha instalado una tienda de campaña junto a los pilares que sujetan la autopista que nos sobrevuela. Fuera tienen una mesa hecha con un pallet sobre baldes de pintura, tres asiento de auto casi desechos y un taburete con tres patas que sujetan apoyado en otro balde de pintura. Contra el muro han erigido un cubículo de plástico y maderas donde me imagino está el baño.  La familia tiene (ahí al menos) dos hijas y un hijo. La madre calienta algo en un camping gas, la niña en pantalón corto y camiseta de tirantes corre tras de su hermano, la otra hermana sale del baño.
Se me cierra el estómago. Me doy la vuelta y entro en un almacén de Correo Argentino. Al fondo del patio hay un edificio y en el segundo piso de éste, sin anunciarlo por ningún lado, se encuentra, transitoriamente desde hace 6 años, el museo del cine. Al abrir la puerta un cartel de la película de Alejandro Azzano me saluda con su título Venido a Menos. No puedo evitar sonreírme y quizá lleve demasiado tiempo mirándolo porque cuando Fabián, el chico de la biblioteca, me saca de mi enmimismamiento, se sonríe y me dice: “Sí, es así, pero mira a tu alrededor, el inconsciente de alguien no anduvo muy secreto cuando colgó ese cartel”. Y ante mis ojos aparece un museo guardado en cajas esperando sede fija, enfermándose de mohos y humedad, perdiendo patrimonio e historia.
Pero gracias a Fabián recupero el nerviosismo mínimo para subir al escenario. Se abre el telón, entramos en la biblioteca. A lo lejos dos compañeras discuten porque una de ellas no prepara nunca el mate. Fabián me trae una caja con lo que busco y seguido me trae la lámpara de su mesilla. Sobre la mesa de estudio no hay luz y llevan seis años esperando. “Hasta las 5 te la presto, porque me entra luz por la ventana”. Luego me pierdo en el tiempo de las vidas ajenas y las críticas cinematográficas. Fabián aparece de vez en cuando con algo nuevo para mi que ha encontrado por ahí. Ojalá hubiese más Fabianes en la administración pública.
A las 5 le devuelvo su lámpara y me despido hasta mañana. Vuelvo más tranquila a casa. Sin papeles otra vez, tratando de encontrarle un sentido a eso que llaman leyes migratorias. Doy gracias porque, al menos, el color de mis ojos y mi tono de piel no me ponen contra la pared. Agradecida también porque, aunque este país esté Venido a Menos sigue siendo amable con el extranjero, no deporta, no prohíbe entradas y… si buscas, rebuscas y urgas, ofrece buenos trabajos y los caminos posibles para acceder a ellos sin papeles…